sábado, 4 de noviembre de 2006

EL OBRERO CHILENO EN LA PAMPA SALITRERA

Conferencia de Baldomero Lillo en la Universidad de Chile en 1908, publicada en Obras Completas (Santiago, Editorial Nascimento, 1968). El escritor realista se enfrenta al mundo del salitre a pocas semanas de sucedida la matanza de Santa María de Iquique. Expone, ante un letrado auditorio, las condiciones de vida y de trabajo prevalecientes en el norte.

La gran huelga de Iquique en 1907 y la horrorosa matanza de obreros que le puso fin, despertaron en mi ánimo el deseo de conocer las regiones de la pampa salitrera para relatar después las impresiones que su vista me sugiriera en forma de cuentos o de novela. Hace ya algún tiempo que efectué este viaje del cual me he aprovechado para escribir un libro que publicaré dentro de poco.
Estas páginas son un extracto de ese trabajo en el cual he tratado de reproducir, lo más fielmente posible, las características y modalidades de esa vida que, hoy por hoy, es única en el mundo. Como es lógico, he dedicado la mayor atención a describir las condiciones de vida y de trabajo del operario chileno. Esto es un problema de vital importancia que exige para el bienestar futuro de la República una inmediata solución. Por el clima, la índole especialísima de sus faenas, el régimen patronal, la preponderancia del elemento extranjero y la nulidad de la acción gubernativa, la tierra del salitre, abrasada por el sol del trópico, es una hoguera voraz que consume las mejores 2 energías de la raza.

Menos mal si acaso este sacrificio tuviese su compensación, pero todos sabemos que descontando lo que percibe el Estado por derechos aduaneros y algunos proveedores nacionales por ciertos artículos, la casi totalidad de los valores que produce la elaboración del nitrato sale fuera del país.

El alcoholismo, la tuberculosis, las enfermedades venéreas, los accidentes del trabajo y el desgaste físico de un esfuerzo muscular excesivo abren honda brecha en las filas de los obreros, y entonces, como generales que piden refuerzos para llenar las bajas después de una batalla, los salitreros envían al sur sus agentes de enganche que reclutan con el incentivo de los grandes jornales lo más granado de nuestra juventud obrera y campesina. Si se hubiese cuidado de llevar una estadística de estos enganches asombraría verdaderamente el número de hombres arrebatados a las labores del campo y de la industria, pues es un hecho perfectamente comprobado que, en general, son muy pocos los que regresan al terruño después de estar en el norte.

Los salarios con que se remuneran algunas faenas, que en gran parte resultan para el trabajador puramente nominales, y el espíritu aventurero y batallador de la raza hacen que muy pronto los recién llegados se habitúen a la existencia dura y monótona del desierto. Por ser tan conocidas en todos sus detalles las faenas de extracción y elaboración del salitre sólo me referiré aquí a las que se ejecutan a destajo o a trato, que son las más importantes: a saber, la del particular o calichera, y la del desripiador, que son las más duras y penosas, y las mejor remuneradas de toda la pampa.

Basta observar por un instante al particular dentro del rajo o zanja esgrimiendo los pesados machos, maza de acero de 25 libras con las cuales se tritura el caliche, para aquilatar lo rudo de su tarea. Los rayos del sol caen sobre él encendidos y fulgurantes, envolviéndolo en una atmósfera de fuego. Ahogado y cegado por el polvo, cubierto de sudor y acosado por una sed rabiosa, lucha contra la fatiga y soporta durante diez horas la brutal jornada.
Y tan penosas como estas, en general, son las demás faenas a destajo o trato, tales como las del barretero, chancador, desripiador, etc., que nuestros obreros según su costumbre realizan intensivamente no soltando las herramientas sino cuando el organismo a llegado a su último límite de extenuación y agotamiento físicos.

Pero todos los que han tenido la oportunidad de ver los trabajos de una Oficina Salitrera están contestes en asegurar que la tarea más dura es la que llevan a cabo el desripiador en los cachuchos. Estos son grandes fondos de hierro dentro de los cuales se introduce una cuadrilla de cuatro hombres para expulsar los ripios o residuos sólidos que quedan en el interior después de vaciado el caldo proveniente de la lixiviación del caliche. Todas las condiciones desfavorables se han reunido aquí para hacer este trabajo penoso en extremo para el obrero pues además del pequeño espacio en que tiene que operar y el esfuerzo considerable que le exige su tarea, la elevadísima temperatura del interior y las espesas nubes de venenosos vapores que se desprenden de los ripios, dificultan enormemente su labor. Semidesnudos, sin más traje que un pantalón de lienzo, es un espectáculo doloroso ver a estos jóvenes atletas agitarse en contorsiones de epilépticos mientras ejecutan su inhumana tarea.

Convienen anotar un dato importante: los desripiadores son en su totalidad chilenos, lo que sí habla muy alto de las cualidades de empuje y resistencia de la raza demuestra también el estado de atraso e ignorancia en que yacen nuestros compatriotas, pues una dosis pequeña de cultura les haría ver que el trabajo en esa forma es un atentado a la salud y a la vida. Es un hecho conocido que el desripiador, cuando una pulmonía no acaba con él sorpresivamente, sólo resiste dos o tres años una labor que bien puede calificarse de salvaje, pasando después a engrosar el ejército de los impedidos, de los inválidos, de los derrotados en las luchas del trabajo.

Y aquí salta un detalle importante que afecta al porvenir de nuestras clases obreras. Si se considera al operario chileno desde el punto de duración como máquina de trabajo, resulta en condiciones de inferioridad respecto del trabajador extranjero. Es muy frecuente encontrar en la pampa compatriotas nuestros que representan cincuenta años de edad y no tienen sino treinta. Entre los varios factores que determinan este prematuro envejecimiento debemos anotar el hábito de trabajar intensivamente, sin atender a la más elemental regla de higiene y sin suspender las tareas hasta que las fuerzas se agotan por completo.

Los patrones, conocedores de estas características, favorecen en cuanto pueden la tendencia de nuestros obreros a trabajar a destajo o a trato; pues ello resulta en extremo beneficioso para sus intereses ya que un particular, un barretero, un desripiador, un canchador, ejecutan la labor de dos a tres hombres pagados a jornal y en una misma cantidad de tiempo.

Mucho caudal se ha hecho de los elevados salarios que se pagan en las salitreras, pero poco se ha dicho y se dice de las dificultades que el trabajador tiene que vencer para alcanzar ese resultado. Si se mide la cantidad de trabajo de un calichera u otro operario a trato y el salario que esta labor representa, resulta que el precio es una cantidad irrisoria comparada con la suma de esfuerzos que ha tenido que emplear para realizarla. Además los patrones han arreglado las condiciones de la faena a trato en tal forma, que el trabajador para lograr el jornal que ambiciona, que rara vez excede de seis pesos diarios, tiene que mantener durante diez horas consecutivas lo menos, un tren de trabajo forzado que sólo su organismo de hierro puede soportar.

Pero las fuerzas humanas tienen su límite y este desmedido gasto de energías musculares concluye por minar a la larga la constitución más robusta. De ahí que el debilitamiento de nuestros obreros empiece a menudo a una edad temprana, como es la de 30 a 35 años. Este hecho es un factor importantísimo en el problema de nuestra despoblación, porque, gastando el obrero en su juventud todo el caudal de sus fuerzas físicas las consecuencias son desastrosas para la conservación de la raza, que espíritus observadores declaran que hoy por hoy se encuentra en un período de franca decadencia.

Algo más podría agregarse a lo expuesto sobre las condiciones desfavorables que hacen tan penosas las labores de la región salitrera, pero la necesidad de mostrar otros aspectos de la vida del trabajador no lo permite.

Los que estamos habituados al espléndido paisaje de nuestros campos, sentimos una opresora angustia al ver por primera vez la desolada llanura de Tarapacá. Por donde quiera que se tienda la mirada, el desierto aparece a nuestros ojos, árido, desnudo, desprovisto en absoluto de vegetación. Ni un arbolillo, ni una planta, ni un ave, ni un insecto, nada que signifique vida animal o vegetal descubre la vista ansiosa en aquella tierra muerta. Y para hacer más rudo el contraste, un sol implacable que no empañan nubes ni vapores envía desde lo alto torbellinos de fuego devorador.

En este yermo páramo, aisladas unas de otras se alzan las oficinas salitreras que, miradas desde la distancia, parecen con sus altas y humeantes chimeneas y sus alargadas construcciones, inmóviles y grandes trasatlánticos. En general, y salvo su mayor o menor importancia, las Oficinas son entre sí muy semejantes. Sus diversos departamentos están distribuidos en tres grupos.

El primero y más importante lo forman las maquinarias y demás instalaciones donde se elabora el salitre; el segundo lo componen las oficinas de la administración, casas de los jefes o empleados, pulpería, fondo y bodegas, el tercero es el campamento, o sea las construcciones destinadas para viviendas de los obreros. Separados cien o más metros de las otras instalaciones, el campamento es en casi todas las Oficinas una serie de viviendas construidas de un modo tan simple y rudimentario, que una ruca araucana,, comparada con ellas, es un prodigio de confort y comodidad. Los muros, techumbres y paredes divisorias de estas habitaciones están formados de planchas de hierro galvanizado sujetas por armaduras de madera. El piso es de tierra salitrosa y el techo tiene la altura suficiente para que un hombre de regular estatura pueda estar de pie. Carecen de ventanas, y la luz exterior penetra por la única puerta que da a una callejuela que es al mismo tiempo patio, corral y depósito de basuras. Nada más triste y misérrimo que el interior de estas viviendas. Obscuras, sin ventilación, parecen más bien un cubil de bestias bravías que moradas de seres humanos. Un matrimonio y su familia ocupa dos piezas: una sirve de comedor, de cocina, de lavandería, de gallinero, etc., la otra es el dormitorio. En cuanto al mobiliario, todo es allí de una extrema miseria, ni siquiera existe lo indispensable.

Tal es en general, y salvo unas raras y honrosas excepciones, la morada, el hogar, el sitio de refugio y de descanso que tras una tarea aniquiladora ofrece la Oficina a sus operarios. Diariamente los obreros a trato que trabajan a cielo descubierto en la pampa suspenden sus labores a las tres o tres y media de la tarde. A esa hora los rayos de sol son tan ardientes y han caldeado de tal modo la tierra y el aire, que proseguir la faena en esas condiciones es poco menos que imposible. Los barreteros y particulares abandonan entonces sus agujeros y se arrastran más bien que caminan hacia el campamento. Y llegados allí se encuentran que su vivienda es un respiradero del infierno, pues las planchas de zinc que forman el techo y las paredes, recalentadas por el sol, elevan la temperatura del interior a límites increíbles. Añádase a esto los olores nauseabundos que salen de los rincones donde se amontonan basuras y desperdicios, y se tendrá un cuadro bien poco halagüeño del hogar del obrero en la pampa salitrera. Después de guardar las herramientas y quitarse el polvo del traje, el obrero sale de su casa y se dirige a la fonda, en la que permanece hasta la noche entregado a sus pasiones favoritas: el juego y el alcohol.

Al día siguiente, a las tres o cuatro de la mañana, está otra vez en la pampa ejecutando su pesada tarea. Y así transcurre un día y otro hasta que una enfermedad de las muchas que lo acechan o un accidente de trabajo, como ser la explosión prematura de un tiro o un trozo de costra que cae sobre él desde lo alto, o la inmersión en el caldo hirviente de un cachucho, concluyen con su mísera existencia. Para un observador superficial, para un moralista colocado fuera del medio donde actúan los obreros, nada hay más censurable, extraño e incomprensible que su conducta después del trabajo. En vez de ir a reponerse de sus fatigas al seno del hogar, rodeado de su mujer y de sus hijos, ese vicioso incorregible prefiere la fonda o un rincón cualquiera donde pueda beber y embriagarse.

Pero para el que observa tomando en cuenta todos los factores que determinan este estado de cosas, lo extraño y anormal sería que el trabajador de la pampa fuese temperante. Desde luego no hay nada, absolutamente nada, que lo induzca a la temperancia, ni siquiera el ejemplo de sus patrones, pues si el obrero se embriaga con alcohol desnaturalizado, cuyo sabror disfraza un poco de anís o menta, ellos lo hacen con whisky de veinte pesos la botella. Y si hombres relativamente cultos que disfrutan del más refinado confort, que no están sujetos a fatigas físicas, no pueden sustraerse al consumo de bebidas espirituosas, mucho menos puede hacerlo el obrero ignorante y analfabeto que después del trabajo queda extenuado y aniquilado por el cansancio y cuya morada es una inmunda pocilga. Fatalmente, irremisiblemente, el obrero busca en el alcohol, no el tósigo que le haga olvidar sus miserias, sino el cordial que restaure sus fuerzas y el estimulante que entone su ánimo decaído. Y es para él tan necesario este estimulante, que si las bebidas alcohólicas se suprimiesen en la pampa sin cambiar sus actuales condiciones de vida y de trabajo, los trabajadores emigrarían en masa sin que bastase a detenerlos el alza de los salarios y
aunque los jornales se duplicasen o triplicasen. Los patrones conocen perfectamente esta circunstancia, y como son casi en su totalidad extranjeros, para quienes la conservación de la raza y el porvenir de las clases obreras de este país son tópicos que no les interesan, sólo atienden a que el capital que administran rinda las más altas utilidades.

Consecuentes con este principio, en vez de dificultar el consumo de alcohol lo facilitan, expendiéndolo sin tasa en sus fondos y pulperías. Si al menos cuidasen de la calidad de las bebidas atenuarían siquiera en parte los males del alcoholismo, pero el incentivo del lucro hace que en muchas pulperías se fabriquen licores cuya base es el alcohol desnaturalizado. Si las condiciones de trabajo, habitaciones antihigiénicas y alcoholismo hacen tan sombrío el cuadro de la vida obrera del norte, esas circunstancias desfavorables no son las únicas que recargan con negras tintas esa pintura siniestra.

Hace pocos días, en este mismo recinto, un distinguido profesor dio una conferencia acerca de la mortalidad infantil y los medios de combatirla. Si esta mortalidad es enorme en nuestras ciudades, en la pampa salitrera alcanza proporciones aterradoras. Más del sesenta por ciento de las criaturas que nacen perecen en el período de lactancia. Aunque la causa principal es la inadecuada alimentación y la ignorancia de sus madres, hay otros factores que contribuyen a aumentarla. En lo que se refiere a la alimentación, voy a apuntar a un hecho que revela el criterio con que se dictan algunas leyes en nuestro país. Como en el desierto la leche es un artículo que no existe, sólo se conoce la “condensada”, que viene del extranjero. La clase obrera hace un enorme consumo de esta preparación, empleándola las madres para alimentar a sus hijos.

Pues bien, un día los trabajadores supieron con la sorpresa y el desagrado consiguientes, que la leche condensada había subido cincuenta por ciento de precio. Esta alza trajo, naturalmente, la restricción del consumo, lo que vino a privar a los niños de un alimento irremplazable. La consecuencia inmediata fue un aumento de la mortalidad infantil.

Lo que había motivado esta alza era una ley dictada por el Congreso que aumentaba los derechos de aduana del producto extranjero para favorecer una fábrica de leche condensada establecida en Rancagua. La leche de esta fábrica, por su mala calidad, no tuvo aceptación en el norte. A esto llaman nuestros legisladores protección de la industria nacional, sin tomar en cuenta que gravar lo que consumen las clases desvalidas equivale, en el fondo, a restringir los brazos aptos para el trabajo, sin los cuales no hay ni puede haber industria posible. Otra de las causas que influyen poderosamente en la mortalidad infantil, además de la mala alimentación, alcoholismo e ignorancia de los progenitores, son las habitaciones. Construidas, como ya se ha dicho, con planchas de hierro, alcanzan a veces temperaturas mayores de cuarenta grados para descender por la noche a cero grados o menos. Estos desniveles de calor y frío tan considerables y que suceden con intervalos de pocas horas son mortíferos para los niños. Los débiles y enfermos perecen sin remedio.

Es tan vasto, tan complicado lo que entraña en problema del obrero del norte, que sólo he podido señalar en esta conferencia algunos de sus puntos más salientes. Ellos bastan, sin embargo, para demostrar que la ignorancia y atraso de nuestros trabajadores son el principal factor de la miseria física, moral e intelectual. Por lo tanto, elevar aunque sea en cantidad mínima el nivel de la cultura del pueblo, es la obra más necesaria que debemos emprender para el progreso futuro de la patria.


Fuente: Pontificia Universidad Católica de Chile.
Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política.

0 comentarios: